Capítulo 1: El despertar.
Era una mañana fría y gris de diciembre. El viento soplaba con fuerza y el mar estaba agitado. En un puerto del mar de Arousa, una pequeña barca de fibra con motor fueraborda se preparaba para zarpar. En ella iba una muchacha de unos treinta años, vestida con un chaleco salvavidas, un impermeable y un gorro de lana. Llevaba una bolsa con algunos bocadillos, una botella de agua y una radio. En su mano, sujetaba una caña de pescar y una red. Su nombre era Lucía, y era pescadora.
Lucía no había elegido ese oficio por gusto, sino por necesidad. Era madre soltera de un niño de cuatro años, que se quedaba al cuidado de su abuela mientras ella salía a trabajar. Su padre les había abandonado cuando se enteró del embarazo, y desde entonces no habían vuelto a saber de él. Lucía no tenía estudios ni experiencia laboral, y las pocas ofertas de trabajo que encontraba eran precarias y mal pagadas. Así que decidió seguir la tradición familiar y dedicarse a la pesca, como habían hecho sus ancestros con valentía y pasión.
Lucía había heredado la barca de su abuelo, que había muerto hacía unos meses. Era una embarcación vieja y modesta, pero le servía para salir al mar y buscar su sustento. Lucía pescaba chopo durante los meses de primavera y verano y nécora y camarón cuando llegaba el invierno. No era una tarea fácil ni segura, pues tenía que enfrentarse a las inclemencias del tiempo, a las corrientes marinas y a los posibles accidentes. Pero Lucía era una mujer valiente y decidida, que no se dejaba vencer por el miedo ni por el desánimo. Sabía que tenía que luchar por su hijo y por su futuro, y que no podía depender de nadie más que de sí misma.
Lucía arrancó el motor de la barca y se alejó del puerto. Miró el horizonte y respiró profundamente. Sentía una mezcla de nervios y emoción. Le gustaba el mar, le gustaba sentirse libre y aventurera. Pero también sabía que el mar era impredecible y peligroso, y que tenía que estar alerta y preparada para cualquier eventualidad. Lucía consultó el GPS y se dirigió hacia la zona donde solía haber más capturas. Esperaba tener suerte y llenar su red de esos preciados mariscos. Son un productos muy demandados y bien pagados, y Lucía necesitaba el dinero para pagar el alquiler, la comida y los regalos de Navidad de su hijo.
Mientras navegaba, Lucía encendió la radio y sintonizó su emisora favorita. Le gustaba escuchar música y noticias mientras trabajaba. Así se sentía más acompañada y entretenida. De repente, una canción llamó su atención. Era una balada romántica, de esas que hablan de amor y desamor, de sueños y esperanzas. Lucía reconoció la voz del cantante. Era Pablo, su príncipe azul.
Pablo era un joven músico que había conocido hacía unos meses en un concierto. Lucía había ido con unas amigas a verlo actuar, y se había quedado prendada de él. Era guapo, simpático y talentoso. Tenía unos ojos verdes que hipnotizaban y una sonrisa que enamoraba. Lucía se había acercado a él al finalizar el espectáculo, y le había pedido un autógrafo. Pablo le había dedicado unas palabras amables y le había regalado una entrada para su próximo concierto. Lucía no se lo podía creer. Era como un sueño hecho realidad.
Desde entonces, Lucía y Pablo habían empezado a salir. Se veían cada vez que él venía al mar de Arousa, y se escribían mensajes y llamadas cuando él estaba de gira. Pablo era el novio perfecto. La quería, la respetaba, la apoyaba, la mimaba, la hacía reír y la llevaba al cielo del sentir de las pasiones únicas. Lucía estaba feliz y enamorada. Pablo era su príncipe, y ella se sentía una princesa.
Pero no todo era color de rosa. Lucía también tenía sus problemas y sus dudas. Pablo era famoso y exitoso, y tenía muchas fans que lo adoraban y lo perseguían. Lucía sentía celos y miedo de perderlo. Además, Pablo no sabía que Lucía tenía un hijo. Ella no se lo había contado, porque temía que él la rechazara o la juzgara. Lucía quería ser sincera con él, pero no encontraba el momento ni la forma de hacerlo. Sabía que tarde o temprano tendría que decirle la verdad, pero no sabía cómo iba a reaccionar él. ¿La seguiría queriendo? ¿Aceptaría a su hijo? ¿O la dejaría por otra?
Lucía suspiró y apagó la radio. No quería pensar más en eso. Quería concentrarse en su trabajo y en su hijo. Eso era lo más importante. El amor podía esperar. O quizás no. Lucía no lo sabía. Estaba confundida y angustiada. Necesitaba un consejo, una ayuda, una solución. Pero no sabía a quién acudir. Se sentía sola y desamparada.
De pronto, una voz la sacó de sus pensamientos.
– Lucía, ¿me escuchas? – era la voz de su abuela, que la llamaba por el walkie-talkie que llevaba en la barca.
– Sí, abuela, te escucho. ¿Qué pasa? – respondió Lucía.
– Nada, hija, solo quería saber cómo estás. ¿Has llegado bien a la zona de pesca? ¿Has cogido algo?
– Sí, abuela, estoy bien. Acabo de llegar. Todavía no he echado la red. Estaba escuchando la radio.
– ¿La radio? ¿Y qué ponían? ¿Alguna canción de tu novio?
– Sí, abuela, una canción de Pablo. ¿Cómo lo sabes?
– Porque te conozco, hija. Sé que te gusta mucho ese chico. Y también sé que no le has contado lo de tu hijo. ¿A qué esperas, Lucía? ¿No crees que ya es hora de que se lo digas?
Lucía se quedó sin palabras. Su abuela era la única persona que sabía de su relación con Pablo. Y también era la única que la animaba a que le contara la verdad. Su abuela era una mujer sabia y buena, que la quería y la entendía. Pero también era una mujer directa y sincera, que no se callaba lo que pensaba. Lucía no sabía qué responderle. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer?
– Abuela, yo… – balbuceó Lucía.
– Lucía, escúchame. Tú eres una mujer valiente y trabajadora. Has sacado adelante a tu hijo sola, sin ayuda de nadie. Has superado muchas dificultades y obstáculos. Has demostrado que eres capaz de todo. Pero también eres una mujer joven y bonita. Tienes derecho a ser feliz y a enamorarte. No tienes que esconder nada ni avergonzarte de nada. Tu hijo es tu mayor orgullo y tu mayor tesoro. Y si Pablo te quiere de verdad, lo aceptará y lo querrá como a un hijo. Y si no, pues que se vaya a la porra. Tú vales mucho, Lucía. No dejes que nadie te haga sentir menos. Tienes que ser honesta contigo misma y con él. Tienes que decirle la verdad. Y cuanto antes, mejor.
– Pero, abuela, yo…
– Nada de peros, Lucía. Hazme caso. Yo sé lo que te digo. He vivido mucho y he visto mucho. Y te digo que debes hacerlo…
(segunda parte en la siguiente publicación)